Desde la reforma constitucional aprobada en 1996 –hace ya 28 años-, el Uruguay se acostumbró a que, en cada año de elecciones nacionales, la campaña para las internas de fines de junio se ponga en marcha entre los calores y las vacaciones de enero.
No importa que la campaña oficial empiece después: en los hechos, los nombres de los precandidatos se zarandean desde junio o julio del año anterior y quedan consolidadas en el primer mes del año electoral.
En los 16 días corridos del presente 2.024, ya estamos confirmando esa costumbre: cada partido tiene claro quiénes han de postularse con aspiraciones presidenciales. Y eso es un bien, porque significa ejercicio de la libertad política y, además, porque evita que arremetan candidatos de último momento que sorprendan a los votantes.
Pero en los hechos, el método contiene una contradicción y una paradoja que no debe pasar inadvertida.
En las campañas internas se disputa apenas una eventual candidatura presidencial de un partido… y esas campañas duran nunca menos de seis meses y a veces hasta un año. En cambio, en las campañas nacionales -donde se disputa el gobierno y el destino de la nación- duran a gatas los cuatro meses rabones que van desde principios de julio al último domingo de octubre.
La diferencia de duración tendría poca importancia si tuviéramos partidos políticos que nutrieran a la opinión pública con ideales y reflexiones de fondo, como hizo ejemplarmente nuestro país en los mejores tiempos de su historia. Pero hoy los partidos no hacen escuela ciudadana, no estimulan el pensamiento y no generan un Uruguay con lucha de ideas.
El resultado es que las campañas electorales se parecen más a una operación de marketing que al debate que nos debemos todos, para buscar no sólo diferenciarnos para que gane tal o cual candidato, sino para aclarar divergencias y buscar las grandes coincidencias que puedan cimentar políticas nacionales, de Estado, en temas necesitados de conciencia constitucional.
Así lo siente y así lo afirma Radio Clarín.