En la mañana del domingo quedó al descubierto un crimen cuya atrocidad no merece tomarse a la ligera.
Un hombre de 25 años pasó por Nueva Helvecia a buscar a su hijita de apenas 5 meses, la llevó a Minas y allí la asesinó a tiros. Consumada la infamia, con el mismo revólver se suicidó.
Se supo que dejó cartas que reflejarían la desesperación que le provocó la separación de su pareja –la madre de la bebé que, siendo su padre, él mató a balazos.
Pero ninguna desesperación y ningún extravío puede ser suficiente para explicar –ni menos aun justificar- un crimen de esta magnitud.
Tampoco hay que creer que ante tragedias de esta magnitud –que se suman a los femicidios y otras aberraciones- estamos cumplidos con reclamar al Estado que promueva más campañas de trabajo psicológico o psiquiátrico a favor de la salud mental, porque lo que está en juego no es la salud mental sino el descenso de los sentimientos y la insensibilidad moral con que vamos convirtiendo las peores brutalidades en noticias que nos resbalan por la epidermis y se borran de nuestra memoria.
Es hora de levantar la voz con fuerza, en vez de callar resignados. Es hora de indignarnos y condenar. Es hora de afirmarnos en valores que amparen al prójimo. Es hora de volver a sentir la fraternidad de la condición humana.
Es sobre estos valores que se funda el Estado de Derecho, que no se compone sólo de un sistema de castigos para los infractores sino que, antes, se basa en una confianza natural en que estamos dispuestos a tratarnos y respetarnos como personas y no como chacales.
Si no recomponemos las ideas y los sentimientos desde los cuales vivimos, ningún programa político ni económico va a ser suficiente para devolvernos la paz espiritual que nos roba la criminalidad.
Así lo siente y así lo afirma Radio Clarín.