La humanidad dejó la costumbre de admirar y amar a la Naturaleza.
El culto de la Naturaleza fue espontáneo y agradecido a lo largo de siglos, pero en las últimas décadas ha sido reemplazado por el creciente interés en la ecología y por la estentórea denuncia de los peligros que engendra la contaminación.
La contaminación aparece como un riesgo para todo lo esencial. Se contamina el agua, se contamina el suelo, se contamina el aire y todo eso motiva enseñanza, prédica y jornadas mundiales de condena.
Ahora bien. En los últimos años, ha crecido una contaminación nueva: la contaminación de la humanidad por las atrocidades de las guerras.
Las imágenes trágicas de Ucrania y Rusia, de Israel, Gaza y el Líbano ganan todo el espacio que merecen como noticias, pero a medida que se entrometen cada vez más en la vida de pueblos pacíficos -como el nuestro y muchos otros- horadan el alma, acumulan basura psíquica y generan un acostumbramiento que se vuelve resignación e indiferencia ante la criminalidad de la guerra.
Los niños de hoy crecen mirando destrucción masiva, humaredas pavorosas y filas interminables de poblaciones enteras que huyen del miedo hacia destinos vacíos de esperanzas.
Las guerras de hoy se hacen sin heroísmo, apretando botones y teledirigiendo drones sin tripulación. Si ninguna guerra fue propiamente humana, los actuales enfrentamientos bélicos son los más deshumanizados de la historia.
Y a medida que se debilitan los diálogos por la paz y fracasan las Naciones Unidas, se produce el retroceso de la reflexión, el debilitamiento de los sentimientos y la contaminación mundial del espíritu humano.
Contra todo eso, debemos defendernos como personas y como nación, condenando sin ambages la criminalidad de todas las guerras, reforzando nuestra capacidad de alzar ideales de amor y paz y –nos pase lo que nos pase- sosteniendo nuestra voluntad de servir al prójimo desde los valores del pensamiento y el arte.
Así lo siente y así lo afirma Radio Clarín.