En su mensaje de Navidad, el Papa Francisco dirigió un llamamiento a Ucrania y Rusia para que entablen conversaciones para poner fin a la guerra. Al mismo tiempo, también pidió por la paz en Medio Oriente.
En labios de cualquier sacerdote de cualquier religión, el reclamo de acabar con las matanzas es lo que de él se espera, por lo cual no es propiamente noticia.
Pero el arzobispo de Buenos Aires devenido obispo de Roma no es cualquier sacerdote de cualquier religión sino el Sumo Pontífice de la rama mayor del cristianismo. Su función no es hablarle sólo a sus seguidores sino a la humanidad entera. Y cuando condena las guerras y clama por la paz, su llamamiento no merece enterrarse en silencio ni resbalar en el disfraz de indiferencia con que transitamos día por día.
La guerra es intrínsecamente el mayor de los males que puede desencadenar el hombre contra su semejante. La guerra siempre implicó violar el mandamiento No matarás de una manera intencional, organizada e institucional. Ahora esa violación es, además, tecnológica, científica e impersonal.
En la medida que se puede matar decenas o miles por drones y por armas teledirigidas, la guerra ya no es cuestión de heroísmo ni valentía sino de eficacia en el montaje de la cobardía de quienes las desencadenan.
El Derecho Internacional Público ofrece numerosos caminos para construir la paz: desde la negociación directa al arbitraje, desde el diálogo bilateral hasta la discusión política en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Si esas herramientas de paz no se usan, y en su lugar se apuesta a la matanza, se comete un crimen de lesa humanidad, que merece condena desde el fondo mismo de la conciencia, católica o no, cristiana o no, cultora o no de una religión…
Así lo siente y así lo afirma Radio Clarín.