Desde finales del siglo XIX hasta los años 60 del siglo pasado, el Uruguay se inspiró en el concepto de progreso para fijar sus metas legislativas y de gobierno.
La palabra progreso implicaba avance hacia un ideal, o hacia una meta, o en una dirección que se entendía virtuosa y apetecible. La palabra progreso indicaba lucha personal y colectiva con un signo moral.
Allá por 1950, las agencias de las Naciones Unidas plantearon propuestas para sacar adelante a los países más atrasados. Y a esas propuestas empezó a llamarlas programas de desarrollo.
La palabra desarrollo significaba crecimiento, aumento, acrecentamiento, incremento, ampliación y resonaba como proceso cuantitativo. Y con el tiempo, la expresión desarrollo pasó técnicamente a definirse como la “evolución de una economía hacia mejores niveles de vida”.
A mediados de 1960, el Uruguay dejó de pensar en el progreso como un proyecto ético-político y aceptó la bandera del desarrollo como un propósito de la economía, sujeto a los dictámenes de los expertos y no a la iniciativa moral y anímica de la ciudadanía.
Los hechos demuestran que no hemos ganado mucho con ese cambio. En realidad, retrocedimos. Retrocedimos, porque construimos una vida púbica repleta de datos pero sin sueños ni ideales.
Y retrocedimos, porque nos quedamos sin propuestas suficientemente atractivas para esa gran mayoría de jóvenes que ni se droga ni esquiva el trabajo ni se niega a estudiar, pero se pregunta con angustia qué porvenir podrá construir en un país donde el funcionalismo del desarrollo ha arrinconado el ideal del
progreso.
Con la dura experiencia hecha, el camino parece claro: recuperar el sentido humanista de la batalla por la economía, volviendo a colocar los valores del progreso en el alma colectiva de la ciudadanía, terminando de aprender que la calidad de las personas es más importante que los datos numéricos de los procesos
económicos.
Así lo siente y así lo afirma Radio Clarín.