El sábado, en París, junto a la torre Eiffel*, fue salvajemente asesinado a puñaladas un turista de nacionalidad alemana. Tenía sólo 23 años de edad. El autor del crimen fue un fanático diyadista que lo atacó al grito de ¡Alá es grande!, prometiendo fidelidad al Estado Islámico.
En su huída, el asesino lesionó a martillazos a otros dos paseantes, uno británico y otro francés.
Una vez detenido, se supo que tenía antecedentes que datan del año 2016, cuando realizó ataques con varios lesionados con arma blanca y recibió condena penal y tratamiento psiquiátrico. Su madre había pedido en octubre que se reforzara el tratamiento porque el hijo cada vez más se replegaba sobre sí mismo.
Todo fue penosamente inútil. Este crimen –igual que todas las muertes provocadas por fanatismo- es el fruto de ideas obsesivas que trastornan y transforman la personalidad, hasta el punto de convertirla en autómata al servicio de los que le inyectaron la ponzoña de odiar al prójimo y sentir que se rinde un servicio a una religión saliendo a la calle a asesinar al primero que le toque.
Este género de atentados no es individual. Tampoco es casual ni puede considerarse un caso aislado. Hace décadas que el mundo civilizado asiste al desarrollo de la criminalidad metódicamente organizada secuestrando mentes débiles y promoviendo delirios insanos. Por tanto, para el mundo occidental constituye una responsabilidad de primera magnitud recuperar la fe y la prédica de los sentimientos de respeto y libertad, en vez de entregarse a la indiferencia, la pereza moral y la resignación.
Y nadie sienta que estas cosas ocurren lejos. París está a sólo 12 horas de viaje. Y no hace falta salir de la Cuenca del Plata para recordar casos atroces. Por fanatismo, en Buenos Aires se asesinó atentando contra la AMIA y contra la Embajada de Israel. Y en nuestro Uruguay, en 1987 un inimputable -que tenía la cruz nazi en el balcón de su casa, en la esquina de Gonzalo Ramírez y Barrios Amorín- pasó de la idea delirada al crimen, asesinando a quemarropa al ciudadano judío Simón Lazovsky y a dos no judíos a los que les atribuía ser amigo del judaísmo. Y más cerca en el tiempo, en 2016 en Paysandú, un uruguayo convertido al Islam se hacía llamar Abdúlah Omar y abordó en la calle al querido comerciante David Fremd y lo asesinó con un cuchillo, al grito de ¡Alá es Grande!
Estas atrocidades no pueden pasar inadvertidas ni aceptarse como signo de los tiempos. Son brutalidades que ofenden lo más preciado de la condición humana, por lo cual jamás puede minimizarlas un pueblo que siempre luchará por ser civilizado, como es el nuestro.
Así lo siente y así lo afirma Radio Clarín.
*Efél.