El Uruguay concluyó finalmente el largo ciclo electoral que, de hecho, empezó en enero de 2024 y termina recién a mediados de 2025. Pasamos prácticamente un año y medio con planteos y ofertas comiciales.

El plazo es desmesurado. En un país con 3 millones y medio de habitantes, sin distancias enormes y sin desmesuras geográficas, deberían bastar y sobrar tres o cuatro meses de campaña para preceder a una votación única en que ganara el candidato del partido mayoritario.

Desgraciadamente, sucesivas reformas constitucionales le han impuesto al Uruguay un conjunto de normas electorales que a cada grupo le respeta los votos que obtiene, pero en conjunto no sirven, porque operan como protocolos de procedimiento para elegir y no como un método de convivencia para pensar juntos el porvenir.

Los resultados de las urnas dan para toda suerte de conclusiones dentro de cada lema. De eso se ocuparán quienes hagan política dentro de cada partido y los politólogos especializados.

A nosotros nos importa y nos duelen las limitaciones e insuficiencias de nuestro Uruguay entero, por encima de cintillos y militancias.

En ese plano, la temporada electoral 2024-2025 confirmó la observación que hace medio siglo repetía el insigne jurista que fue el profesor Adolfo Gelsi Bidart: el Uruguay es un país que ningún grupo se lleva entero para la casa: siempre hay matices, siempre hay diferencias y siempre hay oposición. Y ese es un gran bien republicano.

Eso sí: ahora, cuando acaban de completarse los elencos y todavía no se formaron los apetitos que vendrán, es el momento de mirar de frente la ortopedia constitucional con la que llegamos al bodrio de un año y medio en estado electoral.

Así lo siente y así lo afirma Radio Clarín.