Las semanas anteriores a toda elección constituyen el tiempo –sagrado en democracia- en que cada ciudadano está llamado a observar, meditar y decidir a qué partido y a qué candidato se ha de votar. La propaganda trata de poner en valor los rasgos de cada grupo y cada candidato, subrayando las diferencias para llegar mejor al centro de las conciencias que van a definir el sufragio.
La elección aparece como un torneo, una olimpíada o un campeonato, donde el poder se disputa como un trofeo sublime entre adversarios que hasta llegan a sentirse separados por las vallas de la pasión y hasta del fanatismo.
Todo eso es normal, y en el Uruguay lo estamos viviendo normalmente con estruendo en las denuncias y algunas groserías en las redes sociales, pero con respeto ciudadano en los enfrentamientos públicos, los cuales suenan recios –como corresponde a protagonistas convencidos- pero no por eso cruzan la indeseable frontera del agravio.
Ese es un gran bien que tiene nuestra democracia. Mientras en la vecina y hermana Buenos Aires la contienda por una ley ayer hizo asediar al Congreso con violencia, incendios, pedreas, heridos y detenidos, nosotros, en el Uruguay, seguimos debatiendo duro pero en paz.
Es que los orientales sentimos hasta en los huesos que el poder público sólo debe ser hijo de la libertad y el respeto para discutir, porque -como nos sigue enseñando José Gervasio Artigas- toda “autoridad emana de vosotros y ella cesa por vuestra presencia soberana”.
Ese sentimiento debe unirnos muy por encima de las contraposiciones electorales, hasta el punto de que el tiempo de elegir y votar debe tener por encima una fuerte conciencia espiritual de cuánto vale defender juntos esa libertad que nos permite separarnos y que debe imponernos diálogos patrióticos que unan nuestras fuerzas morales muy por encima de las luchas por el poder.
Somos apenas tres millones y medio de habitantes en un mundo que hoy tiene ocho mil ciento quince millones de habitantes. Somos apenas tres diezmilésimos con noventa y seis millonésimos de la población del planeta.
Como pueblo que cultiva valores espirituales y que forjó su identidad en el sentimiento republicano, tenemos la obligación de asumir la pequeñez relativa de nuestra población, engrandeciendo el esfuerzo por metas comunes, buscando la coincidencia en las metas que vendrán mucho más que la herencia de odios del pasado.
Así lo siente y así lo afirma Radio Clarín..